viernes, 26 de septiembre de 2008

VIGILIA EXTRAORDINARIA DEL 27 DE SEPTIEMBRE DE 2008

ESTAS SON ALGUNAS DE LAS FOTOS QUE PODÉIS ENCONTRAR DEL PUEBLO DE SAN PASCUAL, TORREHERMOSA (ZARAGOZA), CUANDO FINALICEMOS LA VIGILIA, LA SE MANA QUE VIENE, SI DIOS LO QUIERE PONDREMOS EN EL BLOG LAS FOTOS DE LA VIGILIA EXTRAORDINARIA, Y DEL LUGAR DE NACIMIENTO DE SAN PASCUAL BAYLÓN, ASÍ PUES SIRVAN ESTAS FOTOS DE AVANCE DE LO QUE PODRÉIS VER A PARTIR DEL 1 DE OCTUBRE, ESPERO QUE OS AGRADE. PORQUE LO QUE EN ESTA PÁGINA VERÉIS NO ES COMPARABLE A LAS FOTOS QUE PUBLICARÉ DE LA VIGILIA

http://images.google.es/imgres?imgurl=http://www.torrehermosa.net/photosNew/campan.jpg&imgrefurl=http://www.torrehermosa.net/&h=425&w=567&sz=57&hl=es&start=6&sig2=RYvKtNrMY28pmG9NIcHRmA&usg=__99a7FWnERkqaB5GJYZQdtrgP-Tc=&tbnid=qPyOV_7PUZ2I-M:&tbnh=100&tbnw=134&ei=9-TcSM_CKoKwQcKn3IgP&prev=/images%3Fq%3Dtorrehermosa(zaragoza)%26gbv%3D2%26ndsp%3D20%26hl%3Des%26sa%3DN

martes, 9 de septiembre de 2008

MARTES

Contemplar el Evangelio de hoy

© evangeli.net

Día litúrgico: Martes XXIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 6,12-19): En aquellos días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.

Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.

Comentario: Fray Lluc Torcal (Monje de Santa María de Poblet-Tarragona, España)

«Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios»

Hoy quisiera centrar nuestra reflexión en las primeras palabras de este Evangelio: «En aquellos días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios» (Lc 6,12). Introducciones como ésta pueden pasar desapercibidas en nuestra lectura cotidiana del Evangelio, pero —de hecho— son de la máxima importancia. En concreto, hoy se nos dice claramente que la elección de los doce discípulos —decisión central para la vida futura de la Iglesia— fue precedida por toda una noche de oración de Jesús, en soledad, ante Dios, su Padre.

¿Cómo era la oración del Señor? De lo que se desprende de su vida, debía ser una plegaria llena de confianza en el Padre, de total abandono a su voluntad —«no busco hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5,30)—, de manifiesta unión a su obra de salvación. Sólo desde esta profunda, larga y constante oración, sostenida siempre por la acción del Espíritu Santo que, ya presente en el momento de su Encarnación, había descendido sobre Jesús en su Bautismo; sólo así, decíamos, el Señor podía obtener la fuerza y la luz necesarias para continuar su misión de obediencia al Padre para cumplir su obra vicaria de salvación de los hombres. La elección subsiguiente de los Apóstoles, que, como nos recuerda san Cirilo de Alejandría, «Cristo mismo afirma haberles dado la misma misión que recibió del Padre», nos muestra cómo la Iglesia naciente fue fruto de esta oración de Jesús al Padre en el Espíritu y que, por tanto, es obra de la misma Santísima Trinidad. «Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Lc 6,13).

Ojalá que toda nuestra vida de cristianos —de discípulos de Cristo— esté siempre inmersa en la oración y continuada por ella.



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lunes, 8 de septiembre de 2008

LUNES

Día litúrgico: 8 de Septiembre: El Nacimiento de la Virgen María

Texto del Evangelio (Mt 1,1-16.18-23): Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engendró, de Tamar, a Fares y a Zara, Fares engendró a Esrom, Esrom engendró a Aram, Aram engendró a Aminadab, Aminadab engrendró a Naassón, Naassón engendró a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz, Booz engendró, de Rut, a Obed, Obed engendró a Jesé, Jesé engendró al rey David.

David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón, Salomón engendró a Roboam, Roboam engendró a Abiá, Abiá engendró a Asaf, Asaf engendró a Josafat, Josafat engendró a Joram, Joram engendró a Ozías, Ozías engendró a Joatam, Joatam engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amón, Amón engendró a Josías, Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando la deportación a Babilonia.

Después de la deportación a Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliakim, Eliakim engendró a Azor, Azor engendró a Sadoq, Sadoq engendró a Aquim, Aquim engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Mattán, Mattán engendró a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. Así que el total de las generaciones son: desde Abraham hasta David, catorce generaciones; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce generaciones; desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce generaciones.

La generación de Jesucristo fue de esta manera: su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel», que traducido significa: "Dios con nosotros".

Comentario: +Fray Agustí Altisent (Monje de Santa María de Poblet-Tarragona, España)

«He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel»

Hoy, la genealogía de Jesús, el Salvador que tenía que venir y nacer de María, nos muestra cómo la obra de Dios está entretejida en la historia humana, y cómo Dios actúa en el secreto y en el silencio de cada día. Al mismo tiempo, vemos su seriedad en cumplir sus promesas. Incluso Rut y Rahab (cf. Mt 1,5), extranjeras convertidas a la fe en el único Dios (¡y Rahab era una prostituta!), son antepasados del Salvador.

El Espíritu Santo, que había de realizar en María la encarnación del Hijo, penetró, pues, en nuestra historia desde muy lejos, desde muy pronto, y trazó una ruta hasta llegar a María de Nazaret y, a través de Ella, a su hijo Jesús. «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel» (Mt 1,23). ¡Cuán espiritualmente delicadas debían ser las entrañas de María, su corazón y su voluntad, hasta el punto de atraer la atención del Padre y convertirla en madre del "Dios-con-los-hombres"!, Él que tenía que llevar la luz y la gracia sobrenaturales para la salvación de todos. Todo, en esta obra, nos lleva a contemplar, admirar y adorar, en la oración, la grandeza, la generosidad y la sencillez de la acción divina, que enaltece y rescatará nuestra estirpe humana implicándose de una manera personal.

Más allá, en el Evangelio de hoy, vemos cómo fue notificado a María que traería a Dios, el Salvador del Pueblo. Y pensemos que esta mujer, virgen y madre de Jesús, tenía que ser a la vez nuestra madre. Esta especial elección de María -«bendita entre todas las mujeres» (Lc 1,42)- hace que nos admiremos de la ternura de Dios en su manera de proceder; porque no nos redimió -por así decirlo- "a distancia", sino vinculándose personalmente con nuestra familia y nuestra historia. ¿Quién podía imaginar que Dios iba a ser al mismo tiempo tan grande y tan condescendiente, acercándose íntimamente a nosotros?

sábado, 6 de septiembre de 2008

domingo

Día litúrgico: Domingo XXIII (A) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 18,15-20): En aquel tiempo, Jesús dijo a los discípulos: «Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.

»Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Comentario: Prof. Dr. Mons. Lluís Clavell (Roma, Italia)

«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él»

Hoy, el Evangelio propone que consideremos algunas recomendaciones de Jesús a sus discípulos de entonces y de siempre. También en la comunidad de los primeros cristianos había faltas y comportamientos contrarios a la voluntad de Dios.

El versículo final nos ofrece el marco para resolver los problemas que se presenten dentro de la Iglesia durante la historia: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Jesús está presente en todos los períodos de la vida de su Iglesia, su “Cuerpo místico” animado por la acción incesante del Espíritu Santo. Somos siempre hermanos, tanto si la comunidad es grande como si es pequeña.

«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15). ¡Qué bonita y leal es la relación de fraternidad que Jesús nos enseña! Ante una falta contra mí o hacia otro, he de pedir al Señor su gracia para perdonar, para comprender y, finalmente, para tratar de corregir a mi hermano.

Hoy no es tan fácil como cuando la Iglesia era menos numerosa. Pero, si pensamos las cosas en diálogo con nuestro Padre Dios, Él nos iluminará para encontrar el tiempo, el lugar y las palabra oportunas para cumplir con nuestro deber de ayudar. Es importante purificar nuestro corazón. San Pablo nos anima a corregir al prójimo con intención recta: «Cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Gal 6,1).

El afecto profundo y la humildad nos harán buscar la suavidad. «Obrad con mano maternal, con la delicadeza infinita de nuestras madres, mientras nos curaban las heridas grandes o pequeñas de nuestros juegos y tropiezos infantiles» (San Josemaría). Así nos corrige la Madre de Jesús y Madre nuestra, con inspiraciones para amar más a Dios y a los hermanos.

viernes, 5 de septiembre de 2008

sabado

Día litúrgico: Sábado XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 6,1-5): Sucedió que Jesús cruzaba en sábado por unos sembrados; sus discípulos arrancaban y comían espigas desgranándolas con las manos. Algunos de los fariseos dijeron: «¿Por qué hacéis lo que no es lícito en sábado?». Y Jesús les respondió: «¿Ni siquiera habéis leído lo que hizo David, cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró en la Casa de Dios, y tomando los panes de la presencia, que no es lícito comer sino sólo a los sacerdotes, comió él y dio a los que le acompañaban?». Y les dijo: «El Hijo del hombre es señor del sábado».

Comentario: Fr. Austin Chukwuemeka Ihekweme (Ikenanzizi, Nigeria)

«El Hijo del hombre es señor del sábado»

Hoy, ante la acusación de los fariseos, Jesús explica el sentido correcto del descanso sabático, invocando un ejemplo del Antiguo Testamento (cf. Dt 23,26): «¿Ni siquiera habéis leído lo que hizo David, (...), y tomando los panes de la presencia, que no es lícito comer sino sólo a los sacerdotes, comió él y dio a los que le acompañaban?» (Lc 6,3-4).

La conducta de David anticipó la doctrina que Cristo enseña en este pasaje. Ya en el Antiguo Testamento, Dios había establecido un orden en los preceptos de la Ley, de modo que los de menor rango ceden ante los principales.

A la luz de esto, se explica que un precepto ceremonial (como el que comentamos) cediese ante un precepto de ley natural. Igualmente, el precepto del sábado no está por encima de las necesidades elementales de subsistencia.

En este pasaje, Cristo enseña cuál era el sentido de la institución divina del sábado: Dios lo había instituido en bien del hombre, para que pudiera descansar y dedicarse con paz y alegría al culto divino. La interpretación de los fariseos había convertido este día en ocasión de angustia y preocupación a causa de la multitud de prescripciones y prohibiciones.

El sábado había sido hecho no sólo para que el hombre descansara, sino también para que diera gloria a Dios: éste es el auténtico sentido de la expresión «el sábado fue hecho para el hombre» (Mc 2,27).

Además, al declararse “señor del sábado” (cf. Lc 6,5), manifiesta abiertamente que Él es el mismo Dios que dio el precepto al pueblo de Israel, afirmando así su divinidad y su poder universal. Por esta razón, puede establecer otras leyes, igual que Yahvé en el Antiguo Testamento. Jesús bien puede llamarse “señor del sábado”, porque es Dios.

Pidámosle ayuda a la Virgen para creer y entender que el sábado pertenece a Dios y es un modo —adaptado a la naturaleza humana— de rendir gloria y honor al Todopoderoso. Como ha escrito Juan Pablo II, «el descanso es una cosa “sagrada”» y ocasión para «tomar conciencia de que todo es obra de Dios».

viernes

Día litúrgico: Viernes XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 5,33-39): En aquel tiempo, los fariseos y los maestros de la Ley dijeron a Jesús: «Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y recitan oraciones, igual que los de los fariseos, pero los tuyos comen y beben». Jesús les dijo: «¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán en aquellos días».

Les dijo también una parábola: «Nadie rompe un vestido nuevo para echar un remiendo a uno viejo; de otro modo, desgarraría el nuevo, y al viejo no le iría el remiendo del nuevo. Nadie echa tampoco vino nuevo en pellejos viejos; de otro modo, el vino nuevo reventaría los pellejos, el vino se derramaría, y los pellejos se echarían a perder; sino que el vino nuevo debe echarse en pellejos nuevos. Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo porque dice: ‘El añejo es el bueno’».

Comentario: Rev. D. Frederic Ràfols i Vidal (Barcelona, España)

«¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?»

Hoy, en nuestra reflexión sobre el Evangelio, vemos la trampa que hacen los fariseos y los maestros de la Ley, cuando tergiversan una cuestión importante: sencillamente, ellos contraponen el ayunar y rezar de los discípulos de Juan y de los fariseos al comer y beber de los discípulos de Jesús.

Jesucristo nos dice que en la vida hay un tiempo para ayunar y rezar, y que hay un tiempo de comer y beber. Eso es: la misma persona que reza y ayuna es la que come y bebe. Lo vemos en la vida cotidiana: contemplamos la alegría sencilla de una familia, quizá de nuestra propia familia. Y vemos que, en otro momento, la tribulación visita aquella familia. Los sujetos son los mismos, pero cada cosa a su tiempo: «¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Días vendrán...» (Lc 5,34).

Todo tiene su momento; bajo el cielo hay un tiempo para cada cosa: «Un tiempo de rasgar y un tiempo de coser» (Qo 3,7). Estas palabras dichas por un sabio del Antiguo Testamento, no precisamente de los más optimistas, casi coinciden con la sencilla parábola del vestido remendado. Y seguramente coinciden de alguna manera con nuestra propia experiencia. La equivocación es que en el tiempo de coser, rasguemos; y que durante el tiempo de rasgar, cosamos. Es entonces cuando nada sale bien.

Nosotros sabemos que como Jesucristo, por la pasión y muerte, llegaremos a la gloria de la Resurrección, y todo otro camino no es el camino de Dios. Precisamente, Simón Pedro es amonestado cuando quiere alejar al Señor del único camino: «¡Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23). Si podemos gozar de unos momentos de paz y de alegría, aprovechémoslos. Seguramente ya nos vendrán momentos de duro ayuno. La única diferencia es que, afortunadamente, siempre tendremos al novio con nosotros. Y es esto lo que no sabían los fariseos y, quizá por eso, en el Evangelio casi siempre se nos presentan como personas malhumoradas. Admirando la suave ironía del Señor que se trasluce en el Evangelio de hoy, sobre todo, procuremos no ser personas malhumoradas.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

jueves

Día litúrgico: Jueves XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 5,1-11): En aquel tiempo, estaba Jesús a la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba sobre él para oír la Palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas, y lavaban las redes. Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre.

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar». Simón le respondió: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes». Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador». Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres». Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron.

Comentario: Rev. D. Pedro Iglesias i Martínez (Ripollet-Barcelona, España)

«Boga mar adentro»

Hoy día todavía nos resulta sorprendente comprobar cómo aquellos pescadores fueron capaces de dejar su trabajo, sus familias, y seguir a Jesús («Dejándolo todo, le siguieron»: Lc 5,11), precisamente cuando Éste se manifiesta ante ellos como un colaborador excepcional para el negocio que les proporciona el sustento. Si Jesús de Nazaret nos hiciera la propuesta a nosotros, en nuestro siglo XXI..., ¿tendríamos el coraje de aquellos hombres?; ¿seríamos capaces de intuir cuál es la verdadera ganancia?

Los cristianos creemos que Cristo es eterno presente; por lo tanto, ese Cristo que está resucitado nos pide, no ya a Pedro, a Juan o a Santiago, sino a Jordi, a José Manuel, a Paula, a todos y cada uno de quienes le confesamos como el Señor, repito, nos pide desde el texto de Lucas que le acojamos en la barca de nuestra vida, porque quiere descansar junto a nosotros; nos pide que le dejemos servirse de nosotros, que le permitamos mostrar hacia dónde orientar nuestra existencia para ser fecundos en medio de una sociedad cada vez más alejada y necesitada de la Buena Nueva. La propuesta es atrayente, sólo nos hace falta saber y querer despojarnos de nuestros miedos, de nuestros “qué dirán” y poner rumbo a aguas mas profundas, o lo que es lo mismo, a horizontes más lejanos de aquellos que constriñen nuestra mediocre cotidianeidad de zozobras y desánimos. «Quien tropieza en el camino, por poco que avance, algo se acerca al término; quien corre fuera de él, cuanto más corra más se aleja del término» (Santo Tomás de Aquino).

«Duc in altum»; «Boga mar adentro» (Lc 5,4): ¡no nos quedemos en las costas de un mundo que vive mirándose el ombligo! Nuestra navegación por los mares de la vida nos ha de conducir hasta atracar en la tierra prometida, fin de nuestra singladura en ese Cielo esperado, que es regalo del Padre, pero indivisiblemente, también trabajo del hombre —tuyo, mío— al servicio de los demás en la barca de la Iglesia. Cristo conoce bien los caladeros, de nosotros depende: o en el puerto de nuestro egoísmo, o hacia sus horizontes.

MIÉRCOLES

Día litúrgico: Miércoles XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 4,38-44): En aquel tiempo, saliendo de la sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella, conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles. A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían también demonios de muchos, gritando y diciendo: «Tú eres el Hijo de Dios». Pero Él, conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que él era el Cristo.

Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario. La gente le andaba buscando y, llegando donde Él, trataban de retenerle para que no les dejara. Pero Él les dijo: «También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado». E iba predicando por las sinagogas de Judea.

Comentario: Rev. D. Homer Val i Pérez (Barcelona, España)

«Poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían también demonios de muchos gritando»

Hoy nos encontramos ante un claro contraste: la gente que busca a Jesús y Él que cura toda “enfermedad” (comenzando por la suegra de Simón Pedro); a la vez, «salían también demonios de muchos, gritando» (Lc 4,41). Es decir: bien y paz, por un lado; mal y desesperación, por otro.

No es la primera ocasión que aparece el diablo “saliendo”, es decir, huyendo de la presencia de Dios entre gritos y exclamaciones. Recordemos también el endemoniado de Gerasa (cf. Lc 8,26-39). Sorprende que el propio diablo “reconozca” a Jesús y que, como en el caso del de Gerasa, es él mismo quien sale al encuentro de Jesús (eso sí, muy rabioso y molesto porque la presencia de Dios perturbaba su vergonzosa tranquilidad).

¡Tantas veces también nosotros pensamos que encontrarnos con Jesús es un estorbo! Nos estorba tener que ir a Misa el domingo; nos inquieta pensar que hace mucho que no dedicamos un tiempo a la oración; nos avergonzamos de nuestros errores, en lugar de ir al Médico de nuestra alma a pedirle sencillamente perdón... ¡Pensemos si no es el Señor quien tiene que venir a encontrarnos, pues nosotros nos hacemos rogar para dejar nuestra pequeña “cueva” y salir al encuentro de quien es el Pastor de nuestras vidas! A esto se le llama, sencillamente, tibieza.

Hay un diagnóstico para esto: atonía, falta de tensión en el alma, angustia, curiosidad desordenada, hiperactividad, pereza espiritual con las cosas de la fe, pusilanimidad, ganas de estar solo con uno mismo... Y hay también un antídoto: dejar de mirarse a uno mismo y ponerse manos a la obra. Hacer el pequeño compromiso de dedicar un rato cada día a mirar y a escuchar a Jesús (lo que se entiende por oración): Jesús lo hacía, ya que «al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario» (Lc 4,42). Hacer el pequeño compromiso de vencer el egoísmo en una pequeña cosa cada día por el bien de los otros (a eso se le llama amar). Hacer el pequeño-gran compromiso de vivir cada día en coherencia con nuestra vida cristiana.

martes, 2 de septiembre de 2008

MARTES

Día litúrgico: Martes XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 4,31-37): En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús entonces le conminó diciendo: «Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: «¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen». Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.

Comentario: Rev. D. Joan Bladé i Piñol (Barcelona, España)

«Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad»

Hoy vemos cómo la actividad de enseñar fue para Jesús la misión central de su vida pública. Pero la predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se admirara. Ciertamente, aunque el Señor no había estudiado (cf. Jn 7,15), desconcertaba con sus enseñanzas, porque «hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Su estilo de hablar tenía la autoridad de quien se sabe el “Santo de Dios”.

Precisamente, aquella autoridad de su hablar era lo que daba fuerza a su lenguaje. Utilizaba imágenes vivas y concretas, sin silogismos ni definiciones; palabras e imágenes que extraía de la misma naturaleza cuando no de la Sagrada Escritura. No hay duda de que Jesús era buen observador, hombre cercano a las situaciones humanas: al mismo tiempo que le vemos enseñando, también lo contemplamos cerca de las gentes haciéndoles el bien (con curaciones de enfermedades, con expulsiones de demonios, etc.). Leía en el libro de la vida de cada día experiencias que le servían después para enseñar. Aunque este material era tan elemental y “rudimentario”, la palabra del Señor era siempre profunda, inquietante, radicalmente nueva, definitiva.

La cosa más grande del hablar de Jesucristo era el compaginar la autoridad divina con la más increíble sencillez humana. Autoridad y sencillez eran posibles en Jesús gracias al conocimiento que tenía del Padre y su relación de amorosa obediencia con Él (cf. Mt 11,25-27). Es esta relación con el Padre lo que explica la armonía única entre la grandeza y la humildad. La autoridad de su hablar no se ajustaba a los parámetros humanos; no había competencia, ni intereses personales o afán de lucirse. Era una autoridad que se manifestaba tanto en la sublimidad de la palabra o de la acción como en la humildad y sencillez. No hubo en sus labios ni la alabanza personal, ni la altivez, ni gritos. Mansedumbre, dulzura, comprensión, paz, serenidad, misericordia, verdad, luz, justicia... fueron el aroma que rodeaba la autoridad de sus enseñanzas

lunes, 1 de septiembre de 2008

ORACIONES AL SANTÍSIMO SACRAMENTO






ESTAS SON ALGUNAS DE LAS ORACIONES QUE ANTE JESÚS SACRAMENTADO PODÉIS REALIZAR, PERO TAMBIÉN PODÉIS IR A ESTAS PÁGINAS, SE PUEDE ADORAR AL SANTÍSIMO TANTO EN CASA COMO EN LA IGLESIA, 15 MINUTOS ANTE ÉL, ESTEMOS DONDE ESTEMOS NOS RECONFORTARÁ Y AYUDARÁ,
Actos de adoración:

Vengo, Jesús mío, a visitarte.
Te adoro en el sacramento de tu amor.
Te adoro en todos los Sagrarios del mundo.
Te adoro, sobre todo, en donde estás más abandonado y eres más ofendido.
Te ofrezco todos los actos de adoración que has recibido desde la institución de este Sacramento y recibirás hasta el fin de los siglos.
Te ofrezco principalmente las adoraciones de tu Santa Madre, de San Juan, tu discípulo amado, y de las almas más enamoradas de la Eucaristía.
Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.
Ángel de mi Guarda, ve y visita en mi nombre todos los Sagrarios del mundo.
Di a Jesús cosas que yo no sé decirle, y pídele su bendición para mí.


Actos de fe:

Creo, Jesús mío, que eres el Hijo de Dios vivo que has venido a salvarnos.
Creo que estás presente en el augusto Sacramento del Altar.
Creo que estás, por mi amor, en el Sagrario noche y día.
Creo que has de permanecer con nosotros hasta que se acabe el mundo.
Creo que bendices a los que te visitan, y que atiendes los ruegos de tus adoradores.
Creo que eres el viático de los moribundos que te aman para llevarlos al cielo.
Creo en Ti, y creo por los que no creen. (Comunión espiritual).


Actos de esperanza:

Espero en Ti, Jesús mío, porque eres mi Dios y me has creado para el cielo.
Espero en Ti, porque eres mi Padre. Todo lo he recibido de tu bondad. Sólo lo malo es mío.
Espero en Ti, porque eres mi Redentor.
Espero en Ti, porque eres mi Hermano y me has comunicado tu filiación divina.
Espero en Ti, porque eres mi Abogado que me defiendes ante el Padre.
Espero en Ti, porque eres mi Intercesor constante en la Eucaristía.
Espero en Ti, porque has conquistado el cielo con tu Pasión y muerte.
Espero en Ti, porque reparas mis deudas.
Espero en Ti, porque eres el verdadero Tesoro de las almas.
Espero en Ti, porque eres tan bueno que me mandas que confíe en Ti bajo pena de condenación eterna.
Espero en Ti, porque siempre me atiendes, y me consuelas, y nunca has defraudado mi esperanza.
¡Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío!


Actos de caridad:

Te amo, Jesús mío, y te amo con todas las veras y como a nadie.
Porque Tú me has amado infinitamente,
Porque Tú me has amado desde la eternidad.
Porque Tú has muerto para salvarme
Porque Tú no has podido amar más.
Porque Tú me has hecho participante de tu divinidad y quieres que lo sea de tu gloria.
Porque Tú te entregas del todo a mi en la Comunión.
Porque Tú me das en manjar tu Cuerpo y en bebida tu Sangre.
Porque Tú estás siempre por mi amor en la Santa Eucaristía.
Porque Tú me recibes siempre en audiencia sin hacerme esperar.
Porque Tú eres mi mayor Amigo.
Porque Tú me llenas de tus dones.
Porque Tú me tratas siempre muy bien, a pesar de mis pecados e ingratitudes.
Porque Tú me has enseñado que Dios es Padre que me ama mucho.
Porque Tú me has dado por Madre a tu misma Madre.
¡Dulce Corazón de Jesús, haz que te ame cada día más y más!
Dulce Corazón de Jesús, sé mi amor.
Te amo por los que no te aman.
Te amo por los que nunca piensan en Ti.
Te amo por los que no te visitan.
Te amo por los que te ofenden e injurian.
¡Que pena por esto!
Te amo y te digo con aquel tu siervo:
¡Oh Jesús, yo me entrego a Ti para unirme al amor eterno, inmenso e infinito que tienes a tu Padre celestial! ¡Oh Padre adorable! Te ofrezco el amor eterno, inmenso e infinito de tu amado Hijo Jesús, como mío que es. Te amo cuando tu Hijo te ama. (S. Juan Eudes).


Actos de contrición:

¡Jesús mío, misericordia!
Jesús mío; te pido perdón por los muchos pecados que he cometido durante mi vida.
Por los de mi niñez y adolescencia.
Por los de mi juventud.
Por los de mi edad adulta.
Por los que conozco y no conozco.
Por lo mucho que te he disgustado con ellos.
Por lo mal que me he portado contigo.
Siento mucho haberte ofendido.
¡Perdóname, perdóname, perdóname!
Perdóname según tu gran misericordia.
Perdóname por lo ingrato que he sido para Ti.
Perdóname y no quieras ya acordarte de mis pecados.
Perdóname y limpia mi alma de toda basura e infidelidad.
Perdóname y ten misericordia de este pobre pecador.
Perdóname, porque estoy muy arrepentido.
Perdóname, que quiero ser bueno en adelante con tu divina gracia.
Perdóname y aparta tu rostro de mis ingratitudes.
Perdóname, que me causan mucho miedo mis pecados.
Perdóname, porque me reconozco pecador y reo.
Perdóname, porque no obstante Tú sabes que te quiero mucho.
Jesús, sé para mí Jesús.
Madre mía, intercede por mí ante tu divino Hijo Jesús.
¡Dulce Corazón de María, sé mi salvación!


Actos de gratitud:

Oh Jesús, te doy rendidas gracias por los beneficios que me has dado.
Yo no sabré nunca contarlos sino en el cielo, y allí te los agradeceré eternamente.
Padre Celestial, te los agradezco por tu Santísimo Hijo Jesús.
Espíritu Santo que me inspiráis estos sentimientos, a Ti sea dado todo honor y toda gloria.
Jesús mío, te doy gracias sobre todo por haberme redimido.
Por haberme hecho cristiano mediante el Bautismo, cuyas promesas renuevo.
Por haberme dado por Madre a tu misma Madre.
Por haberme dado un grande amor a tan tierna Madre.
Por haberme dado por Protector a San José, tu Padre adoptivo.
Por haberme dado al Ángel de mi Guarda.
Por haberme conservado hasta ahora la vida para hacer penitencia.
Por tener estos deseos de amarte y de vivir y morir en tu gracia.


Actos de súplica:

Te ruego, Jesús mío, que no me dejes, porque me perderé.
Que persevere siempre en tu amor.
Que estés siempre conmigo, sobre todo cuando esté en peligro de pecar, y en la hora de mi muerte.
Que no permitas que jamás me aparte de Ti.
Que sepa padecer con resignación por Ti.
Que no me preocupe sino de amarte.
Que ame también a mis prójimos.
Que ame mucho a los pecadores.
Que ame mucho a los pobres y a los enfermos.
Que ame mucho a las almas del Purgatorio. Que saque muchas almas del Purgatorio con mis obras, que te las ofrezco a este fin.
Que ampares a tu Iglesia.
Al romano Pontífice, tu Vicario visible en la tierra.
A los Prelados y a los Sacerdotes.
A los Religiosos y Religiosas.
A los que mandan en tu nombre.
A los que gobiernan nuestra nación
A nuestra querida patria.
A mis amados parientes y allegados.
Que pagues a mis bienhechores
Que favorezcas a los que ruegan por mí.
Que bendigas a los que me miren con indiferencia y no me quieran.
Que trabaje mucho por Ti hasta la muerte.
Que me concedas una muerte santa.
Que diga al morir: ¡Jesús, Jesús, Jesús!
Que me lleves al cielo cuando muera.
Amén.

[Adorno]
ORACIÓN FINAL

Jesús mío, échame tu bendición antes de salir, y que el recuerdo de esta visita, que acabo de hacerte, persevere en mi memoria y me anime amarte más y más. Haz que cuando vuelva a visitarte, vuelva más santo. Aquí te dejo mi corazón para que te adore constantemente y lo hagas más agradable a tus divinos ojos.

Adiós, adiós, Jesús mío.

http://www.devocionario.com/eucaristia/mi_visita.html

Oraciones al Santísimo Sacramento


LUNES

Día litúrgico: Lunes XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 4,16-30): En aquel tiempo, Jesús se fue a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».

Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Y todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».

Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.

Comentario: Rev. D. David Amado i Fernández (Barcelona, España)

«Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír»

Hoy, «se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Con estas palabras, Jesús comenta en la sinagoga de Nazaret un texto del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido» (Lc 4,18). Estas palabras tienen un sentido que sobrepasa el concreto momento histórico en que fueron pronunciadas. El Espíritu Santo habita en plenitud en Jesucristo, y es Él quien lo envía a los creyentes.

Pero, además, todas las palabras del Evangelio tienen una actualidad eterna. Son eternas porque han sido pronunciadas por el Eterno, y son actuales porque Dios hace que se cumplan en todos los tiempos. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, hemos de recibirla no como un discurso humano, sino como una Palabra que tiene un poder transformador en nosotros. Dios no habla a nuestros oídos, sino a nuestro corazón. Todo lo que dice está profundamente lleno de sentido y de amor. La Palabra de Dios es una fuente inextinguible de vida: «Es más lo que dejamos que lo que captamos, tal como ocurre con los sedientos que beben en una fuente» (San Efrén). Sus palabras salen del corazón de Dios. Y, de ese corazón, del seno de la Trinidad, vino Jesús —la Palabra del Padre— a los hombres.

Por eso, cada día, cuando escuchamos el Evangelio, hemos de poder decir como María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); a lo que Dios nos responderá: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Ahora bien, para que la Palabra sea eficaz en nosotros hay que desprenderse de todo prejuicio. Los contemporáneos de Jesús no le comprendieron, porque lo miraban sólo con ojos humanos: «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22). Veían la humanidad de Cristo, pero no advirtieron su divinidad. Siempre que escuchemos la Palabra de Dios, más allá del estilo literario, de la belleza de las expresiones o de la singularidad de la situación, hemos de saber que es Dios quien nos habla.